Algún día debería tocarme a mí esta suerte de encuentros. Ninguna mujer me había invitado jamás, y tú dejaste caer la botella sobre la mesa sin saludar ni decir palabra alguna.
Observé perezoso el pequeño trasluz que formaba el vacío entre tus piernas, en la parte más alta y cercana a las ingles. Te dije –toma asiento, por favor. Y por contra acercaste la hebilla de tus jeans al borde mi pecho. Yo moví la cabeza, como si sacudiera una mosca y aspirando con fuerza, sin apenas ponerme en pie, tomé tus hombros y te ayudé a sentarte. Tu pelo, entonces, ladeó al elevar la barbilla en un gesto contrariado. Alcancé la botella con mi mano y, atropellada, la otra alcanzó las dos copas para bebernos el tiempo entre un cruzar y otro de piernas y miradas.
Después todo fue rápido. Tú empezaste a calmar tus institutos, yo evocaba a las musas para urdir un pretexto y marchame.
Pero he nacido hombre y, aunque tiemblo, también yacen en mí arquetipos que sueñan lo prohibido. Tú seguías mirando insidiosa las agujas de un reloj atolondrado que quería y no quería proseguir su camino y marcharse al destierro de los tiempos. Yo asentía entre sorbos, como un adán hipócrita que tiene a flor de labios un hombruno piropo que pujaba por vaciar a la chica mala que te hacías y reventar gallardo en tus entrañas.
Son templos lo que mi alma busca en ti. Tus atropellos, tus dudas, tus confusiones, tus inciertas maneras de besar a tiempo y a destiempo… con toda la ambigüedad que mi cerril torpeza presupone en ti Reconozco las hebras de tu pelo, tu sincrónica danza de apareamiento, tus menudos suspiros… pero tu pulso, tus latidos, tus juegos seductores… acrecientan los besos que programan las horas y encienden la perversa lujuria que disfraza el silencio.
Mayra R. Encarnación
Profesora. Poeta. Carolina. Puerto Rico
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