No abras la puerta Durante semanas, ella había aprendido a leer los pasos. El ritmo errático, el crujido de las suelas gastadas, el olor que precedía al desastre. Cuando él apareció aquella noche, tambaleándose, no fue distinto. Pero algo en sus ojos sí lo era. No había furia. No había amenaza. Solo un vacío que parecía mirar a través de ella. —No soy yo —murmuró él, con voz quebrada—. No sé qué está pasando. Ella retrocedió, buscando la puerta, pero se detuvo. Él cayó de rodillas, como si algo lo hubiera empujado desde dentro. Y entonces lo vio. Una sombra. No la suya. No la de él. Una tercera, que se movía por el pasillo, sin cuerpo, sin rostro. Solo presencia. Ella gritó. No por él. Por lo que entendió en ese instante: no era el alcohol. No era la violencia. Era otra cosa. Algo que había estado allí desde antes. Algo que los había habitado. La ambulancia llegó minutos después. A él lo encontraron inconsciente. A ella, en estado de shock, murmurando palabras sin sentido. —No era él —repetía—. No era él. En el hospital, cuando despertó, no recordaba nada. Ni su nombre. Ni a él. Ni siquiera que alguna vez hubiera estado allí. Solo una frase escrita en su muñeca, con tinta negra: “No abras la puerta.”
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Tuyo en la poesía,
Alonso de Molina