En una pequeña ciudad gallega, en la acogedora sede de la Asociación de Mujeres Amas de Casa, las mesas se llenaban de cartas y risas, y no de las risas educadas que se podrían esperar de señoras de abolengo y edades algo avanzadillas, sí, risas adoctrinadas, de esos alegres impulsos que no se han esperar cuando estás con gente como tú, con gente de confianza y dicharachera y sobre todo en un ambiente distendido entre amigos, en este caso amigas.
Las señoras, con sus pañuelos elegantemente anudados alrededor del cuello, sacaban partido a su belleza y encanto mientras sus ágiles manos se preparaban para una partida de mus, ese juego de naipes tan extendido en España y en algunos países de Latinoamérica como Uruguay, Argentina, Chile, Colombia y México, así como en algunas regiones del sur de Francia. Lógico, se trata de un juego con más de doscientos años de historia, cuyo origen, aunque discutido, se atribuye al País Vasco. ¡Quién iba a pensar que algo tan simple como unas cartas podría generar tanto alboroto!
La sala estaba llena de ruido: el chasquido de las cartas al barajarse, los comentarios picantes y las risas que podrían competir con cualquier grupo de adolescentes. Las lámparas de araña parpadeaban, probablemente cansadas de ser testigos de tantas trampas y estrategias. El olor a café recién hecho flotaba en el aire, porque, claro, ¿qué sería de un encuentro de amas de casa sin una dosis de cafeína?
Doña Carmen, la veterana del grupo, observaba con ojo avizor a su pareja, Doña Clara, intentando transmitirle algún mensaje. No se le escapaba nada. Si alguien hacía trampa, ella lo detectaba al instante, porque ser la Sherlock Holmes del mus era su verdadero título. Doña Rosa, la más joven, intentaba disimular su nerviosismo. Sus manos temblaban al colocar las cartas sobre la mesa. "Tranquila, querida, no es como si estuviéramos jugando por la liberación de Europa", pensaba Doña Carmen.
Doña Pilar, la risueña, soltaba chascarrillos y provocaba carcajadas. "¡Ay, si mi marido supiera que estoy aquí!", decía, y todas reían, porque, en realidad, sus maridos estaban tan entretenidos con el fútbol que ni notarían su ausencia. Doña Isabel, la seria, mantenía la compostura. Pero cuando ganaba una mano, su sonrisa iluminaba la sala como si hubiera ganado el premio Nobel de la Paz.
La partida avanzaba. Las estrategias se cruzaban, las miradas se entrecruzaban. Doña Carmen fulminó con la mirada a Doña Rosa, que había intentado esconder un as bajo la manga. "¡Tramposa!", exclamó, y todas rieron, incluso Doña Rosa, porque en realidad, todas habrían hecho lo mismo si se les hubiera ocurrido primero.
El ruido de las sillas al moverse, los comentarios sobre las jugadas y los aplausos cuando alguien ganaba formaban una especie de banda sonora. Doña Carmen, al final, se llevó la partida. Doña Rosa, con su sonrisa traviesa, le guiñó un ojo. "La revancha será mía", prometió, como si estuviera planeando una operación militar secreta.
Y así, en la Asociación de Mujeres Amas de Casa, la partida de cartas se convirtió en un ritual sagrado. No solo se trataba de ganar o perder, sino de compartir risas, complicidades y amistad, y, por supuesto, de quién podía engañar mejor sin ser descubierta. Al final, todas se abrazaron y brindaron con café. Porque en ese rincón gallego, el ruido de las cartas era música para el alma... o al menos, una buena excusa para no estar en casa haciendo tareas.
Justo cuando estaban a punto de terminar, la puerta se abrió de golpe. Todas se giraron sorprendidas, esperando ver a alguno de los maridos, pero en su lugar apareció el alcalde del pueblo, con el rostro desencajado. "¡Señoras, se ha declarado una alerta de invasión alienígena! ¡Necesitamos evacuar el pueblo inmediatamente!"
durante un segundo, un silencio absoluto invadió el lugar, luego casi al unísono todas estallaron en risas. "Ay, alcalde, no nos haga reír", dijo Doña Carmen entre carcajadas. Pero al ver que el alcalde no se reía, poco a poco se dieron cuenta de que hablaba en serio.
Sin saber si reír, llorar o simplemente seguir con la partida, Doña Rosa se levantó y con la misma sonrisa traviesa, dijo: "Bueno, al menos los extraterrestres no saben jugar al mus. Les enseñaremos un par de cosas".
Y así, con un giro tan inesperado como surrealista, la tranquila tarde de cartas se transformó en una aventura digna de una película de ciencia ficción. Porque en la Asociación de Mujeres Amas de Casa, cualquier cosa puede suceder, hasta una invasión alienígena.
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Tuyo en la poesía,
Alonso de Molina