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martes, marzo 25, 2025

LA POSESIÓN DEL ÁGATA


La palabra ilumina al corazón callado de la piedra. Abre su resplandor ante la herrumbre, gotea en la memoria, dicta raíz y mar, palomas del desierto y de la sal que aroma.

Benjamín León (Prefacio)

 

Aquí, en este Cabo, se inventó la mar. Habían llegado ya los pobladores –con su pitillo en boca– para poner carnada a las gaviotas y alzarse en su vuelo como un aeroplano silencioso.

 

Yo los vi atravesar el mar remando en un velero de papel. A sus rostros curtidos se adherían austeras las informes boinas que cubrían sus cabezas.

 

Y era tanto el amor a la tierra bañada de abundancias que no existía más hambre que el pellizcarse el buche, que, por toda manduca, el sudor y el braceo allanaban las horas con el aire que esculpe el aliento a un suspiro.

 

Eran faenas doctas en pos de lo imposible, a menudo también eran canciones que amasaban la lengua y el trabajo con dios como horizonte para expiar blasfemias.

 

Los hombres resollaban cantando maldiciones con el humor audaz de los poetas, esculpiendo palabras, sin saber qué decir, para hablarles de cara a la miseria.

 

Tal vez nunca rindieron el abrazo ni anidaron cabellos al bálsamo de besos que la mar prometía. Era azul el candor, la pureza onírica postergada a un después, a un no sé, a un qué va.

 

Por toda indecisión arremetían tercos, flotando alrededor del pozo donde manaba el agua de la mano del amo; brotaba algún aplauso y alguna boca terca ladeaba sus labios escupitando al suelo.

 

Pero así es mi cuna, es la casa que construyó la luna por manos de mi abuelo.

 

No había pobreza ni silencio, alguna argucia tal vez sí, había que engañar al hambre y al frío, hacer balance con la inopia y la carencia, navegar en la tierra y arrancarle al mar los peces y al cielo su clemencia.

 

Tomar del alba el fósforo y la mano de niña de mi madre, con sus tintes sardónicos dormitando a la sombra de una constelación de cosmos, fueron, sí, nueve astros durmientes aguardando galaxias venideras en años.

 

Desde el amanecer al ángelus, el viento va entintando la orilla y los caminos.

 

Palideció mi padre con sus peces heridos y en su juego de damas descalzó a sus fantasmas.

 

El mar es una tortuga lenta que persevera en ti adherida a tu espalda, y tú te nombras atrio, afirmada promesa de destierro, y pretendes que el viento sea tu casa y mancillas tus manos pretendiendo una estrella cuyo halo no existe.

 

Todavía no he hablado de los días de lluvia, de la bendita luz del aguacero, cuando todos los platos tiemblan emocionados al calor de las gachas, de las migas, de las tarbinas… estos sí son poemas para curar la hambruna.

 

Los cuscurros de pan y las almendras fritas, con agua o con leche, assúcar y canela y miel para adornar y el anís en grano para rizar la mar y la verbena.

 

Qué silencia la noche al borde de su falda.  Los espejos admiran el jazmín de su rostro.

 

Que él estire el traje y saque ella la lengua a la vergüenza, que sus manos suicidas se agiten con esmero.

 

Así el retorno, el sámsara, la posesión del Ágata, sólo sortija y luz, allá el collar de perlas.

 

Regreso al paraíso con el sombrero blanco de no haber roto nada.

 

Me quiero como a una estrella que busca sus anillos, el mundo no ha cerrado. Allá todo es memoria. Un alcance a la suma de los tiempos, cuando yo no existía, y el mundo era el mapa entrañable para entrar a vivir.

 


Alonso de Molina

La Posesión del Ágata (Fragmento)

©2020 De Sur a Sur Ediciones




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Alonso de Molina