Como la sed y el pánico, el miedo es sordo y súbito y como la menstruación tienen días inoportunos. Lo mismo que sopesar el valor de una vida o la vida en pareja.
Una venda no consuela la herida. Si acaso, la protege. Pero siempre quedan preguntas sin respuestas:
—Por qué a mí.
Entiendo que haya cicatrices que curten más allá del cuerpo y quién sabe si un tatuaje es tan solo una forma de ocultar los miedos. Pero no es posible lanzar la herida al cielo y pervertir el dolor en los ojos de otros.
Ni es cuestión. O tal vez sí, imputar a tu suerte el incesante mundo repetitivo y estéril que te lleva a desear estar solo con tu pecho y todo el cosmos que de él se desprende. No, no es cuestión de resignarte y soportar la llama que te quema los días desde tus propias entrañas hasta el alma.
Éramos perfectos, aunque tú un poco más.
No era un destierro ni siquiera molestia el que fueras mujer de una danza inconclusa, o asomaras tu rostro salvando las murallas de este Adán vanidoso que es el cristo en sus llagas.
Asomó el hechicero al pretender besarte, y el beso recorrió las paredes sin decir ningún nombre.
Fueron voces de inquietas golondrinas que habían perdido el norte, no pude pronunciar palabra por no estar tú delante y yo, en cambio, destilado en barril que fermenta de alcohol, con piernas confundidas tropezaba conmigo; más no encontraba el mapa para alcanzar el cielo y que me abrieras tú la puerta y me acogieras, como se acoge a un suspiro que no llamas, pero le das aliento.
Yo lo esperaba todo. Sin pretender la nada me olvidé del camino, de la tierra quemada por los pasos no andados.
La yerba no correrá al encuentro de una nube cansada de pensar ni de aquella agua que salpica y no moja, no moja ni muerde como la raíz de una semilla que no vuela y se deja rodear de nortes que mansamente se pierden buscando ir a ninguna parte.
Acá está la moneda. La brusca suerte del diamante. El brillo que se anegó en las horas de un destino que fue borrando del lenguaje sus quimeras.
La cáscara de oro que cinceló el silencio fue un espacio de olvido conjurado de cantos y senos disidentes en dos labios huidos.
Se oyó un lenguaje extraño de voces que silbaban como pájaros el vértigo de un tiempo detenido. No sabía encontrarse, sólo perderse y maldecir herido, de tormenta en tormenta, resistiendo a la risa que borraba la lluvia.
Fueron quietud y asombro la espuma de sus muslos entregados a un ángelus sin pupilas ni aplomo, la indiferente rueda de un molino sin tregua ni respiro.
No es fácil comprender la locura. No es fácil soportar la realidad de algo que no comprendes.
Fueron madrugadas con los ojos abiertos, y la taza de té, el licor de cerezas, todas las infusiones, los poemas, el ajedrez… reposando indolencia, acumulando polvo y pereza; no sabríamos decir cuántas muertes han sido en vano; fue la imagen blanca, el angustiado rostro de aquel ángel que, detenido en el tiempo, malvendió su cara.
Colgado en la pared un crucifijo y la foto antigua de un soldado. Todo era dignidad y pobreza. Un misterio que al paso de los años se desclavó del pecho reclamando vendas para los ojos y labios para besar a ciegas lo blanco y lo negro: todas las rosas floreciendo en mi rostro.
Taciturno como un farol ocioso, me estoy meciendo sin sol ni luna ni jazmines que me hagan ver la tarde curado de heridas y oraciones: el alfa y el omega de la promiscuidad, esa región sin tiempo donde ya no es posible entrar con esa rebeldía lozana que no entiende de burlas.
Recuerdo los boleros de un tiempo generoso, el callado jazmín sonriente de tu pelo. Recuerdo aquella hamaca en un patio sin memoria, la compartida sombra acariciando el aire de tus pies ligeros y aquel alzar de lunas hacia el cielo, con dos cuerpos desnudos arrojando fluidos de nuestros huesos sueltos.
Si se derrama el vino moja un dedo y déjate sentir el rojo, los pies que un día anduvieron de frente.
Nos llega un remolino de bosques apretados, la onda que fecunda el miedo y la miseria. Llega la edad de piedra de un cielo quebradizo. No veremos las manos del verdugo ni habrá lugar donde esconderse vivo.
Y no puedo decir que me alegro de verte, oh guardián de paredes, que elección es morir sin que te echen las cartas. Un hombre y dos en jaque despidiendo los sueños que nunca tuvieron y aun así arrastran los gemidos que hilan su tristeza.
Ya mordí algún fruto y la sal de la vida. Ya maduré lo justo sin gemidos ni miedos. Ahora cuento mis ojos y siguen siendo dos, pero ojos ansiosos que se llenan de cielos mientras yerran las nubes sobre esta especie humana desplegando cenizas sin más razón que el polvo y el pretexto.
Un secuestro es una mala reunión. Una mesa redonda, sin mesa ni alimento, es Europa con alambradas en las fronteras.
Este poema se llama palabras a ninguna parte. Un puñado de semillas son palabras a punto de pedir justicia.
Una provocación es un paso al perdón, o al brillo de un metal afilado.
Esta es una tristeza universal, global y distinta, es la tristeza que nos engarza a todos en una misma espina. Es la hora en que cantamos las 40 a las cloacas de la noche. Es la hora de vestir al muerto, que diría la Tokarczuk, Olga.
Vestir al muerto sería morder la angustia, permanecer tieso como una torre mirando a ninguna parte y aguardar que sigan llegando en filas de a cientos, unos tras otros, un desapego infecto y no esperado. Así es, admirada Tokarczuk, estamos en un duelo permanente, pero de personas, hombres y mujeres que, acaso tuvieron sueños y buscaban el significado de dios y de la vida.
Escucho The visit. No espero a nadie ni nadie me ha visitado este día.
Y no, no voy a decir que sea un consuelo el que sea Loreena McKennitt con su peculiar álbum, The visit, quien tome el relevo al simpar Joe Pass y a su armonioso sonido de guitarra.
Es cierto. La energía no eres tú. Es la confluencia de distintas armonías que se complementan contigo y tú te dejas llevar y sientes que entre el cosmos y tú no hay distancia. Eres parte de esta Galaxia, no hay muros que te hagan sombra y el único paraíso a explorar eres tú mismo.
Pero, cierto, ahora muerde el aliento con sus uñas, camina de puntillas al acecho y desata en los ríos todos los tallos machos que anclan sus raíces en el barro. Hago hoy una excepción: voy desnudo de burlas con sudoroso tórax que gira jadeante su lujuria.
Exploro despacioso un tejido de palabras que hacen crecer la tarde, y me encojo de hombros, me tapono la boca con un trago y salgo a la calle a guardar las distancias. Allá la gente anda con el cuello estirado, la mirada, es tendencia, digo yo, llevarla alta. Se estrechan las aceras y a tus oídos llegan los pasos vacilantes, esquivos, presurosos de personas que corren por deporte exhalando bufidos y, entre la gente, se abren paso con los codos.
Los bares permanecen cerrados y en las puertas hay marcas que indican las distancias. No se ven hombres ni mujeres y el ambiente animado de las noches es manifiestamente estoico e insensible al jolgorio y a los abrazos.
Apoltronado. No sé si meditando o imbuido en el ron. La noche se presta a la contemplación. La luna va asomando con la migraña, de quien es consciente de que pasó su mejor fase y ahora, tras el declive, solo cabe exhibir el arte de la espera. La prudencia y el recogimiento.
En cambio, yo, yo elijo la sombra. Al frente algún tenue perfil del edificio que va apagando su fulgor del día. Junto a mí, dos gatas mansas procurando una caricia de mis dedos en su cogote. Atrás, a la derecha de esta mesa que nos sostiene, a la sombra y a mí, nutridas buganvillas respirando aire fresco tras un día harto caluroso.
Sigo meditando. Corrijo. Me abstraigo y me adentro en mí.
Llamará con cautela el silencio. El mono, aún inquieto, se dará por vencido. Noto ya ese dulce hormigueo que me invita a dormir despierto... me mantengo en silencio. Algo en mi está pujando por salir fuera. Algo me dice que debo dejarlo ir. No debo contener las emociones. Las emociones te amarran. Te aturden y se adueñan de tus actos. Una maraña de sensaciones y una puerta cerrada al frente.
Cómo salir. Cómo emprender el regreso. Los pensamientos son un caminar lastrado por la arena. Los pies se hunden. La puerta sigue delante la arena se hace barro y siento que mis manos, todo mi cuerpo, se llena de asperezas.
No sé en qué astro se dibujó mi estampa con todas sus dudas postradas ante un sándalo que le procura el fuego mientras la sal y el oxígeno se aquietan cabizbajos.
Es la omisión, quizá, del todo o nada. La pureza de ser noche limando los excesos. Podría resignarme, tal vez, y retirar los codos de esta mesa. Podría eludir al tablero y retirarme de este juego. Podría borrar los límites y ser indiferente al poniente al levante al cielo al mar.
Podría pedir que llueva y ser gris a la lluvia. Podría sentir frío o no sentirlo. Podría afilar la espada que ocultan algunos versos e invocar a la sílaba donde el hielo florece cuando mira la aurora. Podría ser la metafísica que borre la memoria o podría adentrarme en la niebla como la hoja perdida de cualquier árbol y sentir que el frío descompone la historia. Podría.
Toda mentira es una infamia. Un engaño a sí mismo. Toda mentira tiene los pies cortos. Toda mentira es un caballo sin dientes. Toda mentira es ir contracorriente para escapar de un sol enfermizo.
Toda mentira es una espiral de aplausos con la fe puesta en el papel mojado del clorito de sodio. Toda mentira es el principio y origen del SARS—CoV—2.
Toda mentira es un salto cuántico a ninguna parte.
Toda mentira es el microchip que nos abre el hambre y nos anula la voluntad.
Toda mentira es la hipoxia por usar cubrebocas.
Toda mentira es La Bella Ciao en un barrio pijo de Madrid.
Toda mentira es un bulo que se somete a más bulos.
Toda mentira es la gaviota que deja su corazón en tu hombro.
Toda mentira es el mar estancado en tu boca:
El poema que no recuerdas
El libro que perdió sus hojas
Las letras que no escribiste
He rechazado abrazos. A quién no le ha pasado alguna vez. La no necesidad de hablar ni exagerar los hechos como si hazañas fueran los besos desnudados en los labios del alma.
Como si cada beso fuera un viaje a una ciudad extraña que te acoge y haces tuya. Y del labio que besas haces regiones íntimas donde dejas caer el polvo y el desierto y te encuentras y te haces nube y te guardas la estrella que desprende la boca que te besa, cada beso en su boca.
Hay un cielo, lo sabes muy bien, que va poniendo piedras al camino, y tú te haces de piedra o despliegas las ramas como si un árbol manso te prestara raíces y tú de hoja en hoja procuras el fervor de un sitio entre las ramas; te sientes raíz dispersa de aquel árbol que te acoge.
Y sabes bien quién eres. Eres la raíz del viento y de la arena. Y sabes bien que cualquier montaña reverencia tus pasos. Y lloras de emoción porque andas la sombra y los caminos directo a ser el astro que ilumina tu vida.
Esta luz no se apaga. No desgasta el cobre ni el alambre cuando vibra la música alrededor del fuego. Es de noche. Escucho a Chopin. Bebo vermú despacio, tal que arpegio nocturno menor. Cada nota incrementa el ardor de la llama.
No sopla el aire en esta casa y continúa el cobre, flexible y poderoso, ponderando el instante como un eco que jura salomónico por el oro encontrado en cada sombra que es la luz, como la vida en un espejo, la que va reflejando el milagro que hallamos en las ignoradas calles del pasado.
Vértigo y clamor de un jardín silencioso al que solo el sol con su luz y sus sombras podría erigir del alba los cabellos y platas que sueñan las estrellas. Todo instante es prodigio. Es caminar el agua con sus urgentes calles alentando la música de una ciudad dormida en sus espejos.
Yo espero en esta mesa, las invisibles notas que van colmando espacios donde todo es oriente y a su derecha rostros con sus haces de luz a sanear mi sangre.
Así, la tarde, cimentada en pureza, es un jardín forjado entre las luces de un poema sin contagios ni humores opresivos.
Es hora de cambiar
no más precariedad
yo mismo haré mi pan.
Yo también hice pan y escribí algún poema, amasé los apegos sin pretender milagros.
De un hilo de cordura desgajé mi sonrisa arrojando silencios a la ruidosa máscara que, tronchando palabras, acaparaba el pan y la sal de la vida.
Con mi tímpano ciego arrojé algún murmullo y un cordón de locura, dando forma a la harina, acuchilló al glaciar que enfriaba las tardes —la naturaleza no te necesita para nada —pensé— es hora de cambiar.
Hay un mundo de puentes volando hacia los astros con las manos asidas al fondo de un pantano —así es difícil volar —observé— hay que escuchar al cielo, descender al infierno y escuchar los ruidos que enfrían a los muertos —pero yo no estoy muerto —acerté a pronunciar con un hito de voz— llevo puesto el abrigo y aún me queda vino, aunque sigo descalzo esperando la sangre que me resbale el pecho.
Ojos ansiosos hay mirándonos furtivos.
Qué muros voy a saltar, aunque acelere el paso.
No es dolor lo que siento ni mi alma está en pena; es que no siento nada que se asemeje a un río o a un caudal de montañas o a puentes acercando distancias.
¿Qué mar podría hoy reclamar si la urna está rota y la rosa es un duelo de parias descalzados? Y los parias no lloran porque siguen dormidos.
Como la flor y el sexo, la noche es un ejercicio interminable. Los úteros caminan desaguando liturgias en un mirar de estrellas que no revelan ningún pomposo gesto.
Todo es un vuelco alrededor del aire que no ves, mensajeros voraces condonados de toda culpa, podríamos abrir nuestras cabezas al jadeo infinito de la noche y como búhos mostramos en balcones y ventanas para imponer ruido, como la lluvia cuando cae sobre un cajón vacío.
Pero tú y yo somos silencio inhalando mundos que duermen y apenas hoy, como un temblor de rosas vacilantes, estamos aprendiendo a lavamos las manos. Es hora de cambiar, la naturaleza no te necesita para nada.
Caían piedras grandes.
Quiero decir montaña.
Después sentí que el suelo, todo, estaba mojado.
En pos de mí las piedras se giraban. Otra gente corría, tropezaban, corrían y caían descalzos sin zapatos ni pasos.
Infantilizado. Súper protegido. Desguarecido en mí, desvencijado,
no soy el responsable de mis actos.
La luna es un vecino que grita, un silencio hacinado de bramidos.
El viento continúa sacudiendo el lomo de los perros, me excito y vocifero con ellos.
Exaltada la espuma va creciendo en el vacío que dejan los estruendos.
Otra vez me golpea la piedra, quiero decir la arena recorre las ciudades; yo miro de reojo al pájaro sin amo que chapotea en los charcos.
Qué le diré a mis manos cuando la ávida piedra quiere que yo sea el polvo de un incierto camino sin lugar ni destino.
Ladran los perros en los huecos del viento, observo el calendario, miro el soplo del tiempo en la noche abrumada de silencios.
Estirando sus patas, las arañas fabrican telas para tapar las bocas.
Tu boca. Nuestras bocas.
Son confusos los árboles y de sal las estatuas que deambulan sin pasos. Mientras, sin siquiera un desvelo donde poner mi espalda y sin lamer ninguna herida, sigo perdido en ilusiones, sin haber esculpido antes toda la sangre que me encadena al mar.
Es algo que no veo, pero siento sus signos como uñas que pretenden colgarse de mi boca y arrancar toda el hambre que tan de lejos traigo.
Quiere tenerme quieto, mutilarme de sueños, cortarme todo el pelo y anegar los paisajes de oscuridad y de frío.
Siento a veces que estoy solo frente a un oleaje de algas que esculpen las orillas a su antojo. Convergen sin extremos mi cuerpo de utopías.
Existo en la materia de la ciudad preñada de cemento, persigo un infinito donde eclipsa en mi sangre el alimento, ese pus que revierte conmigo, mediatizando entre un tumor de ostracismo y de miedo.
Pero no existe el tiempo ni el espacio. El vacío es el único lugar, es en este espacio sin espacio, donde extiende la flor su pétalo sin que se observe en ti la rosa que enmudece en tu carne.
Todavía hay mendigos por los tejados, Federico, y policías blancos estrangulando a negros.
Cierto, nos perpetuamos, seguimos fuera del tablero, qué decir de la arena que se escurrió en tus dedos a la par que la luna apagaba los cirios de la noche donde tú te acogías para acortar distancias con los sueños.
Es el mar ese perro que se acerca a tu mano sin que suceda nada y yo doy un paso atrás, mientras callan mis ojos —eludiendo las culpas— la ausencia de aquellas aguas que arroparon mis pies.
Llueve, como en aquel entonces, llueve.
La lluvia va cercando espacios que no existen y en mi rostro los signos de la lluvia tiemblan, como un suspiro.
Harto ya del oro de los tiempos del cuento la lechera, la sal del Himalaya. Solo quiero lo imposible. Todo lo imposible será posible. Batamos los imposibles conflictos no abatidos.
Apuesto por el morbo, lo anormal y lo extraño, los tintes sin sentido, el cloral y la morfina; voy calmado al exilio errante en primavera en dos metros cuadrados.
La luna siempre alta, risueña y silenciosa te invita a lo incierto del desierto y del abismo; y yo me visto sobrio con mi ropa de ensueño, voy como un perro manso, como un perro sin dueño que reencarna en sus lunas la voz y el estallido del tiempo que se aleja arrugado, arrugando sus rostros, directos al invierno.
Pero intento zafarme de la ciudad dormida, en mi casa no hay pasillos, pero se alargan los pasos repitiendo monólogos de silencio en silencio. Procuro lavar mi ropa, acariciarme el pelo, celebrarme por dentro y arrepentirme de todo lo que todavía no he hecho.
También sus hojas abren las flores, sus pétalos endémicos no retraen sus aromas; saben que es primavera y que el frío ya se ha ido dejándonos la tarde como un reino que canta y exhala sus perfumes para alumbrar la noche que va apartando sombras directas al ensueño.
Es urgente la compra y los amigos, el lavado de manos, la boca protegida y entender que la sal es el único antídoto para vender la noche y derrochar las horas sin pretender motivos, ni derechos ni arbitrios que agraven lo exhortado.
Hay que cubrirse el llanto y mascullar blasfemias, desertarse de uno, retractarse de todo. Renegarse de nada. Sin callar, sin amplificar. Sin chismorrear. Sin camisas de fuerza que arañen las razones. Con el coraje justo para escarbar motivos y rebeldías rampantes que te hagan dar el salto que borre mortal el infinito.
Abril es el mes en que abren las estrellas la bendición del cielo con todos los imposibles esperando tus huellas.
La poesía cura.
O al menos, como la morfina, alivia.
En cierto modo, y por triste que parezca, he apagado días huyendo de la lluvia. Me he asomado al desierto desde el balcón oscuro y he visto pasar la vida a través de los ojos de otros, sus filtros, sus estigmas, fueron la carga que rompieron mis hombros. Observé lo profundo y lo llano, el origen del gris, la caspa y la culpa resbalándome el pecho.
Me sentí bendecido y también alabado por la arena y las rocas que mis dedos tocaron, la pureza del aire se acercaba a mi cara y con todos los dedos me besaba el cabello en un arrullo manso —calmándome de culpas —y extirpaba el veneno que me fluía en las venas.
Así fueron pasando días, con la mirada puesta en los filtros del aire, yo no tocaba nada que no fuera el fresco rocío de la mañana o tal vez la oración invocada a la tierra iba nutriendo lágrimas que derramó aquel río, donde sólo la arena se nutría con sus gotas.
Mis ojos son los ojos del desierto. Son verdades a todas luces vagas y si miro la piedra los ojos son distancia o acaso son ranuras donde se pierde el viento entre el cielo y su cuerpo.
Las manos, como garras, son el grito que grita entre algodones para trepar la flor y ser la húmeda huella que se adhiere a su sexo.
No sé cómo anidar la sombra a cada gota de escarcha que desprende el rocío cuando el río y la arena bostezan congelados. No busco la impasible estela que pretende descalza llegar hasta la noche.
Tampoco soy el errático que se aferra a las uñas del mar para besar sus dientes y succionar sus aguas a golpe de suspiros. O secarlo despacio entre algodones y desaguarlo lento hasta que muera.
A veces la ceniza se acurruca al costado. Llegan grillos rampantes como el hambre en pos de esta afonía que padece el desierto. Y yo me arrastro huyendo de la noche con una armadura negra atada en la garganta. No puedo gritar. Un barullo de hojas va rayando en el aire un apurado gesto que se parece al mar.
Confieso que he besado a mujeres, pero siempre en defensa propia.
Todas las lunas hablan de su boca.
De sus manos el hielo va tejiendo inviernos, ella es la caverna, ella tiene el poder de las distancias.
En la casa vacía, a veces hay milagros que colocan botellas de buen vino en la mesa. Ignoramos el plomo y parcos sonreímos.
El cielo va derramando tiempo. El asombro no eres tú ni las rosas caídas de estos días. Puñales invisibles van sentenciando historias escritas en la arena que desdibuja el mar.
Busco amparo en un nido de pájaro puesto sobre la boca. Se derraman palmeras en la tarde mientras cayendo va la luna enredada en el azar de los aviesos días.
Podremos reconstruirnos en nosotros mismos a nuestra propia imagen y seguiremos siendo un fiel de balanza que se inclina al propio incendio.
Arrastramos los pasos entramos al bar. Hay gestos. Un desnudo, llámale striptease de las sensaciones. Ya no hay necesidad de habitar ciudades que nacieron del suicidio del campo. El regreso no admite más demora.
Estoy cansado. Tengo sueño y no puedo dormir. Tal vez el insomnio es todo lo que podemos llegar a soportar un rato antes de morir del todo.
Besar será todo un desafío un vértigo un temblor un miedo que nunca habrías imaginado.
Último día de junio, apenas un minuto para romper el mes y la cronología de los tiempos. Entrar de lleno a julio y al verano con todos los símbolos que levantan muros, sombras, penumbras.
Nadie se entrega a Dios en estas fechas de indecisión y muros. El paraíso es el mercadeo; el arte: la vanidad... Y el oro de la tarde podría ser la mano que acaricia tu mano. El alarde imposible de sentirse vivo pudiendo haber muerto en un absurdo orbe que grita a las formas sencillas de la vida.
Es un hábito, una costumbre como el oler el sándalo y hallarte entero dentro del humo; no existes, tú eres la duda y el bastón que soportan el atardecer de junio y la liviana noche que adormece contigo.
Es noche todo el día.
El derecho a vivir se ha fugado en la estación del año que más invita a vivir.
Es tiempo que devora los días, los asemeja al mármol, nos borra la memoria, pero este mes de julio, esta moneda falsa nos iguala en la muerte, pero no en la vida.
Es el ángel perdido en sueños mutilados de banderas dormidas en la inercia, solo hambre de pájaros deseando volar, un vendaval de cuerpos yendo a ninguna parte.
Qué podrían hacer mis manos para cerrar las páginas donde besar será un desafío, un vértigo, un temblor, un miedo que nunca habrías imaginado.
Silencio. Alguien está rezando en silencio. Otros lloran con un vaso de alcohol hasta agotar los ríos.
Siempre las mismas caras las que estiran el cuello. No funcionaba nada, perdí además el bolso con mis harapos dentro —quiero decir mis sueños—; en una mesa, en un extraño bar, dos tipos practicaban sexo a la vista de todos; producían un sonido ruidoso, como cuando masticas cereales mojados en la leche.
Es la desescalada, pienso, que nos pasa factura. se me cierran los ojos otra vez.
Desearía tomar tus senos antes que caigan tus ojos y los míos descarnados y ausentes.
Hablar con las piedras es un desahogo, más terapéutico que blasfemarme directamente a la cara.
El ego de la piedra deja a un lado mis razones, no lucha ni responde al ego de mi absurdo.
Esta hambre antigua de arrojar al horizonte la agonía y las lanzas de esta luna amarilla que nos apuntala y nos mece al son de la ansiedad, la incertidumbre y el miedo. Y podría haber muerto en esta frontera entre la vida y la suerte.
Ella tiene el descarte de la huida, ha contado sus huesos y alguno no está entero. Sus huesos son de vidrio, sin ausencias se rompen.
Ella me da sus ojos tan llenos de ternura, yo la encierro en mis puños que no le falte nada; a veces queda afónica, sólo consiente y calla, ella es mi as de corazones, la protejo y le doy; a veces hasta amor le doy.
Son como sombras el riesgo que no ves y entiendes que el hambre y la sed no alivian al filo de la espada que en silencio va tejiendo la arena que te aguarda.
Todos en jaque estamos. Sin enroque posible, ellas en doble jaque.
(Acerca del incremento de la violencia doméstica
durante el estado de alarma).
Algo peor que las drogas fluye en nuestro cuerpo, encarnado en un mísero trozo de sebo con corona. Es la verdadera pobreza de lo que somos.
¿Qué vas a hacer ahora con las rentas de la guerra, con las rentas de la droga, con las rentas de los impuestos, con las rentas de la muerte?
Demasiadas generaciones hambrientas, con un futuro lleno de remordimientos, famélicos sin tener que pensar si habrá un cambio o una transformación, lo único obvio es que sentirte, a fin de todo, mortal, sentirte amenazado por cualquier otro mortal, percibir que la muerte acecha, que el miedo nos iguala, que el miedo ya no es el supuesto enemigo, el adverso, el lejano, el distinto, el terrorista… que el miedo somos convivir unos junto a los otros.
Y el miedo da miedo porque nos potencia el odio.
No quedarán olas para cabalgar ni orillas donde posar nuestra parálisis.
Ha venido un dios grasiento a purificar el planeta. La guerra y el fuego ya no nos bastan para purificarnos.
No es cuestión de obviar el corazón aparcando las emociones.
Alguien va a matarme y ni siquiera él lo sabe.
Nuevamente paseo por esta arena. Se extrañaron al verme algunas piedras nuevas que no me conocían. Nerviosas y algo tímidas se acercaron al borde de mis pasos.
Por algunos segundos quedé quieto mientras, las más pequeñas de las piedras nuevas, se reían nerviosas mostrándome sus formas.
Yo sonreí a todas y me senté entre ellas a respirar el día, en tanto, el agua alzaba tímida su espuma sabiendo que tal vez pronto con mi piel desnuda las abrazaría.
Sigo jugando con la arena mientras reflexiono, sin perder la vista del agua, entre lo que pensamos, lo que somos y lo que vivimos.
Necesitamos el aire el agua y la tierra exactamente igual que un árbol. Y tal que el árbol, no sabemos tampoco cual será nuestro destino. Todo, lo único que en verdad tenemos en la vida es lo que podemos alcanzar con los sentidos. Nuestros sentidos son el único oro que en verdad poseemos. Somos un poliedro que habla escribe piensa cada uno en su peculiar idioma y es recibido por los demás como el poliedro donde se aprecia o no reflejado en sus propios colores.
Nosotros somos creación y a la vez somos creadores, y en todos los casos, con un antes, un durante y un después, estamos destinados a ser olvido. Regresamos al polvo y quién sabe, si alguna vez, volveremos a ser piedra afirmada en cualquier camino.
En este momento sale el sol con su forzado destino de ponientes. Me estiro como un perro recién desperezado y prometo volver, digo a las piedras chicas que, tal vez por cortesía, no se han movido de mi lado.
Somos llorosos cuerpos a la espera de un sol que nos meta calor en las entrañas.
Seguimos con las calles cerradas, dios aún no se ha marchado, aparece en las manos el silencio inventando el metal que, a dos tiempos, hará sonar la risa y las campanas; el desnudo es mi carne cuando grita:
—¡por qué no te habré abrazado más veces!
Nos transforma la vida. El albor prende llamas en los párpados, todo vacío son palabras imposibles atrapadas en el pecho.
La luz es un lecho abandonado en su orfandad; cae la piedra en el agua, cae algún astro sobre el oro entregado en la frecuente lágrima que esculpe soledad.
Las estrellas embargan todo el frío de los tejados donde hay alas que mendigan un círculo de vuelo en cada pico. Los milagros no duran toda la vida, si acaso cuarenta años es un desierto o un planeta lleno de prodigios.
Es la piedra La agonía, la cerviz angulosa que mira al otro lado donde el vendaval estalla. Los dedos tensan el arco de lengua que pretenden los besos, el desgastado trono de mil instantes de silencio.
Inviernos y veranos van dejando rastros del milagro, el pan y el viento llegan por separado, el mantel, las migas, los pájaros van generando auroras, días de astrolabios forjadores de estrellas en la comisura del tiempo.
Nada más por beber, nos van quedando tristezas y amarguras; euforias y contentos van ardiendo inmersos en nostalgia, el pan sigue clamando su momento de brindis entre los pechos.
Es el lecho la ropa bien plantada, el silencio legítimo que aúlla en dos cabezas cuando dios baja sus manos para prender los párpados postrados a su luz.
Descubrirte la sal en los oídos, estirarte la espalda y desbrozar las hojas cercenadas amasando delirios que te ciegan y se expresan a gritos, mientras tú sigues masturbando palomas que se agitan, cada vez más ruidosas, en tu cabeza.
Tu espacio es el agujero oscuro donde cede la piedra y te resignas tú con tu vida inclinada, con tus ásperos pasos rodeando guijarros que extirpan del camino los labios que pretendes besar.
Tienes ganas de hacer el amor, de poner el pan en el ardiente pecho de tu amada que se esfuerza en latir en tus entrañas; en cambio eludes la tormenta porque eres la tormenta sobre el ramo impoluto de los ojos vírgenes de la inquietud y ser pecho y despecho en una isla de olvido.
Pero duele el dolor, duele la ceguera y duele la omisión de los labios enterrados, de la memoria que no cicatriza los repudios ni pretende la tinta de aquel tintero derramado.
Y sí, sacúdeme otra vez, es tiempo pasado, son años a la deriva entre ruidos errantes y silencios nuevos que se escarban a deshoras entre una y otra isla entre el norte y el sur de los desvelos.
Alcohol. Alrededor de nadie no hay nadie. Los cristales no reflejan el vacío de la existencia. Alrededor de mi sangre dientes en bocas romas sin un dios al que gritarle ¡basta!
Y sigue el hambre golpeando tus sienes y mi hambre es un desnudo que tiembla como un pájaro sin oración. Un pájaro estéril rendido a la obediencia de una luz sin destino.
Todo está sucio en esta mesa en que advierten las sombras que voy dejando cabellos en cada esquina donde doblan los vientos, tal vez como rastros dejados a tus ojos por si un día, quién sabe, te trae la tempestad de la que huyo.
La muerte no es democrática. La precariedad te hace fuerte, te adaptas y aprendes a soportarlo todo, pero el virus es un criminal invisible que te deja sin aliento, te desgasta el pecho y no hueles ni el hambre ni el sudor; el frío se instala en tu desánimo, la ponzoña es menos vulnerable que la indigencia. Lo saben ellos, los que alientan al virus protegiéndonos del virus.
Palidez de huesos en tierra de ilusiones sin esperanzas, circundas todo el sur, todo el norte expoliado, como un desnudo continente donde pueblan arañas que vocean al silencio los sueños aparcados en la sangre de un dios que no promete ya ni los peces ni el pan.
Y el sermón sin montaña, es, si acaso, el hambriento delirio de un desierto y toda la fiebre apuntando a la utopía de la esperanza.
Hay días que ni siquiera morder una manzana es garantía de fortaleza. Pretendo y me empeño en olvidar el hambre; necesita la sangre el néctar de la fruta, inflamar las arterias, darles brillo a los huesos.
Si quedaran naranjas o acaso algún manzano entre tu cuerpo y mi esperanza, abrigaría deseos de un nuevo abecedario que erradique los miedos; la rutina sería una nueva utopía para alcanzar los lirios.
Abrazos, besos, reuniones y todo lo que tenga que ver con la felicidad de las personas. De múltiples maneras invocamos al virus. El sexo más seguro es el sexo con uno mismo.
Son mis manos y las manos de la gente, las que observo manchadas exentas de inocencia y son tus ojos los que escriben en los míos el desconcierto y el miedo. Hay veces que deliran solitarios entre una muchedumbre repudiada.
Quién sabe si el virus es un mediador de la naturaleza para dosificar nuestros actos y costumbres o un invento político para entregarnos alienados a un rebaño manso.
No cabe la gallardía ni el ser tachados de cobardes o medrosos si es una voz dual la que pregunta y responde: dónde está el miedo, dónde está el consuelo.
Duerme el cielo y el mar en mi cabeza,
el aire que respiro es el verdugo.
Me desangro y no sé por qué parte de mi cuerpo entró el cuchillo. Somos una constelación en precario, un esbozo aislado. Ociosa suerte. No salen propuestas de mi intelecto; cómo tomar distancia entre mi mente y yo. Cómo librarme de la carga innecesaria de este arduo teatro que oprime mis sentidos.
No quiero ser yo mismo, pretendo ser manzano enraizado en la tierra y conectarme al mundo con los pies, que vague la cabeza y no piense, que distorsione la realidad que nos somete.